Es cierto que es importante escribir y hablar bien, y al mismo tiempo, para lograr esto es importante leer y escuchar bien. Pero, ¿qué es exactamente escribir y hablar bien?

Desde hace mucho tiempo, la corrección en el uso del lenguaje, en general, y de la lengua, en particular, rebasó los aspectos pragmáticos de la comunicación, y se convirtió en señal de buena educación y cultura. En este sentido, la buena escritura, la buena lectura y el buen hablar son un ejercicio exclusivo de quienes tienen acceso a estudios y recursos didácticos óptimos, incluyendo a quienes tienen oportunidad de escribir de manera recurrente, sobre todo como práctica artística y recreativa.

En contraste, aquellos conjuntos de la población que usan el lenguaje al margen de la cultura escrita, en particular, o de la cultura dominante, en general, —o sea, de la buena cultura escrita— estarían relegados en una dimensión en la que, se afirma, no se lee, y se escribe y se habla mal.

Afortunadamente, ya se han comentado y analizado los riesgos de discriminación que podrían implicar estas posturas. Desafortunadamente, me parece, todavía se pierden de vista dos puntos importantes: 1) el lenguaje se desarrolla primero en la oralidad, y 2) las lenguas cambian y pasan por diversas etapas de evolución.

La relación entre lo oral y lo escrito es innegable, pero el conjunto de factores contextuales, articulatorios y receptivos que intervienen en la codificación del mensaje hablado, hacen que éste sea considerablemente distinto del conjunto del proceso de la codificación y decodificación del mensaje escrito.

En su aspecto social, el lenguaje se desarrolla también de manera diferente en contextos de oralidad, y su uso recurrente en estas condiciones va adquiriendo forma con el paso del tiempo. Si a esto le sumamos los rasgos demográficos de las personas hablantes, encontramos, ya desde esta escala mínima, diferencias significativas. Por ejemplo, un saludo:

  1. ¡Que tranza, carnal!
  2. Buenas tardes, estimado.

¿Cuál de las dos expresiones es la correcta? La respuesta se complica cuando imaginamos que se lo explicamos a cada hablante. Es probable que demos por hecho que el del segundo caso comprenderá la diferencia entre cada una y sabrá discernir en qué circunstancias usarlas, si quiere. De alguna manera, reducimos las posibilidades de los hablantes del primer caso, pues sospecharemos que así habla y no puede hacerlo diferente.

Entonces intentaremos corregir el habla de la persona, o, por lo menos, adecuarla al contexto de su uso. Lejos de valorar si esto es bueno o malo, conviene tomar en cuenta que la corrección en el uso de la lengua siempre ha existido y es importante saber que dicha necesidad de corrección se debe, más que a errores en el habla, a los cambios en su uso.

Cuando el latín llegó a su etapa tardía (ss. III-VI d. C.) experimentó un conjunto de cambios quizá solo comparables a los que experimentó en su etapa literaria clásica (segundo cuarto del s. I a. C, hasta el año 14 d. C.). Lo más característico de esta etapa tardía fue que su uso, evolución y registro se dieron principalmente en la dimensión oral, no literaria; en una dimensión más cercana a la vida cotidiana que a la norma clásica de la lengua escrita.

Uno de los cambios más notorios de este contexto fue el de la pérdida de la oposición de la cantidad vocálica, lo que, en pocas palabras, significó la desaparición de los dos valores (largos [ā, ē, ī, ō, ū] y breves [ă, ĕ, ĭ, ŏ, ŭ]) de las cinco vocales. Todo quedó en un solo valor para cada vocal (a, e, i, o, u).

Otro cambio se dio en el nivel léxico, y de él da cuenta el Appendix Probi (Apéndice de Probo, ss. III-IV d. C.). Poco sabemos acerca de su autor (un tal Probo, en todo caso) pero el Apéndice es un documento muy interesante que nos muestra una relación de errores y correcciones en el uso del latín tardío. Por ejemplo:

  1. Equs, no ecus (equs, no ecus).
  2. Turma, no torma (turma, no torma).
  3. Senatos, no sinatus (senatus, no sinatus).

Todas corresponden a un contraste derivado de una forma de ver y emplear la lengua en dos etapas diferentes. En la tardía, como se dijo, el uso de la lengua se distanció de la norma literaria, apegándose más a su uso cotidiano. Por esta razón, a la etapa del latín tardío se le suele llamar también la etapa del latín vulgar.

Sobre el adjetivo vulgar escribiré en otro momento, pero vale la pena destacar que, ya sea que se le llame tardío o vulgar, éste fue un estadio necesario para el desarrollo del latín y de las lenguas romances. La mayoría de esos errores y sus correcciones eran, en buena medida, signos de su cambio.

La extrañeza que seguramente sintieron los hablantes ante el nuevo uso de aquél latín, nos pone a nosotros ante la pregunta: ¿qué expresiones integraría el Appendix Probi del español del siglo XXI y quién tendría la última palabra en su redacción?